La agonÍa del Teatro Real (que cumple doscientos años)
Por Indalecio Prieto [1]
Cuando Indalecio Mosquera cesó como empresario de la Plaza de Toros de Madrid, y después de haber puesto fin al abuso de los matadores, que sí estaban heridas hacian la designación de sus sustitutos, elgiendolos entre toreros de escaso cartel y quedandose con parte de la asignación, el exconcejal bilbaino Julián Echavarria convenció a su amigo y protector Benigno Chavarri y este persuadió a otros tres amigos para formar la nueva empresa taurina que quedo constituida por por Benigno Chavarri, Horacio Echevarrieta, Enrique Borda y José Amezola.
Julián Echevarria ignoraba el negocio del que se hacía cargo de gerente, más tuvo el acierto de designar asesor tecnico al bilbaino, Bernardo Hierro, que había sido banderillero en la cuadrilla de Mazzantini. Julián Echavarria sucumbió en un accidente de circulación cerca de Miranda de Ebro, y como ni a Echevarrieta, ni a Borda, ni a Chavarri les interesaba el asunto, al que no podían prestar atención, y menos habiendo muerto Bernardo Hierro tras Julián Echevarria, lo prosigió individualmente Pepe Amezola, quien habia pertenecido al mismo tiempo que yo -el como monarquico- a la Diputación Provincial de Vizcaya. Amezola designo administrador a Jesús Zarrabeitia, intimo amigo mio.
Cierto día, Alfonso XIII llamó a Amezola para rogarle se hiciera cargo de la empresa del Teatro Real. La plaza de toros rendia pingues gancias, pero no dicho teatro, que nadie quería tomar por ser seguras las perdidas. Aunque el abono fuese nutrido distaba distaba mucho de cubrir el presupuesto. No había funcionario oficial, fuese cual fuese su jerarquia, que se creyese en el deber de pagar la entrada. El tifus- segun en la jerga teatral se llama a la peste de disfrutar gratis el espectaculo- resultaba horroroso. Don Alfonso lo sabia bien y no se lo ocultó a Amezola, a quien para compensarle y engolosinarle, le dijo que continuaría como empresario de la nueva plaza de toros ya en construcción, la actual de Las Ventas. Tentado por el ofrecimiento, Pepe Amezola cedió.
En una de aquellas temporadas operisticas debutó Miguel Fleta, con Carmén. Su triunfo fue tan clamuroso que para dar con otros semejantes habría de retrocer hasta Julián Gayarre y Adelina Patti, madrileña de nacimiento aunque hija de italianos. Fleta, que había entusiasmado al auditoria en la romanza de la flor, lo electrizó en la briosa entrada del segundo acto, cantada con increible brio. Obligosele a bisarla pese al inorportuno momento escenico. Y cuando la función hubo concluido, el publico, apoderandose de él en su camerino, lo condujó calle arriba hasta el hotel París. Pero tamaño exito, lejos de favorecer a la empresa, le perjudico. Estaba contratado Hipolito Lazaro, más tanto hubo de oscurecerle el debutante que cuando aquel cantaba nadie iba a oirle. En cambio si Fleta era anunciado, el coliseo se colmaba, pero en mayor parte con gente «tifica» por multiplicarse las solicitudes coactivas de quienes tenian por costumbre no pagar.
Un empresario en apuros
Otro factor que vino a agravar la situación. Francisco Cambó, ministro de Hacienda, pidió a Pepe Amezola que contratará a la soprano María Barrientos, Amezola cuando recargado tenía los gastos con la doble contratación de Lazaro y Fleta, pero el ministro de quien dependía las benevolencias fiscales para aliviar los impuestos, mostrose intrasigente, fiajando el mismo el numero de representaciones y la cantidad que por ellos percibía la famosa triple catalana. Esta era amante de un banquero barcelonés, cuya esposa lo era a su vez de Cambó, con armoniosa satisfacción de los componentes de aquel amasijo que no podía llamarse «menage a trois» sino «menage a quatre». Quien pagó los vidrios rotos por el caprincho de María Barrientos de reverdecer viejos y merecidos laures, fué Pepe Amezola. Pero todo lo consideraban bien empleado sí Alfonso XIII cumplia su promesa de conseguirle el arrendamiento de la nueva plaza de toros.
Por aquellos tiempos, yo, a instancias de Zarrabeitia, obtuve de mi amigo Ernesto Bengoa que sacará del angustisimo apremio economico a José Amezola. Este, en prueba de gratitud, me reservó en el Real un palco bajo que cambie por otro alto, al que se podía acudir sin traje de etiqueta. A veces, me acompañaba Marcelino Domingo, nimbado entonces de enorme popularidad. La ex regente Doña María Cristina enfocaba con mucha frecuencia hacía nosotros sus prismaticos. Le interesabamos mas que los personajes en escena. Debiamos parecerle dos bichos repulsivos. Y el inspector de policia encargado de custodiar a las reales personas tampoco nos quitaba ojo.
Cuando la función concluía, la aristocracía abría calle en el vestibulo a los Reyes que pasaban seguidos de su corte. Las damas les saludaban con genuflexiones y los caballeros con inclinaciones de cabeza. Para volver a palacio bastaba atravesar la plaza de Oriente, y en un minuto cruzabanla en de su largirulla figura con la de un torero comico contemporaneo; la pava real, apodo de la reina Victoria, por su expledida pero sosa figura y Doña Virtudes, remoquete conque se distinguía a la reina madre en atención a su extrema regiolosidad. Mientras la real familia atravesaba la solitaria plaza, entre petreas y descomunales estatuas de antiguos monarcas que a pie firme sobre sus pedestales presencian impasibles el correr del tiempo, a la puerta del teatro, suenan desaforadas voces:
-¡Medinaceli¡ ¡Santillana¡ ¡Peña Ramiro¡
Son golfos que con familiaridad de camaradas, gritan los titulos de duques, marqueses y condes a medida que estos van saliendo y a quienes conocen cual si fueran tambien hampones. Gritán para llamar a los respectivos cocheros, quienes desde el pescante en que van hiereticos, animan con las riendas a los soberbios troncos para que avancen- aunque ya imperan los automoviles, se conservó el coche de caballos en señal de distinción- saltan de un brinco a la acera los lacayos que, descubiertos y doblado el espinazo, abren la portezuela a sus señores y el vehiculo parte al trote. Cuando los golfos han terminado su misión de heraldo gratuitos, comienzan a arrancar los carteles pegados con engrudo a las paredes. Aquellos papelotes les valdrán de cobertores mientras duermen acurrucados en cualquier quicio hasta que el sol mañanero les caliente y les despierta.
El rey enmascarado
Creo haber escrito alguna vez que el espectulo al aire libre que más me cautivara ha sido la feria de abril en Sevilla, y en local cerrado el baile de mascaras que la Asociación de Escritores y Artistas daba anualmente en el Teatro Real. Asistia a este baile, donde era obligada la etiqueta para caballero no enmascarados, lo que se denominaba el «todo Madrid» , luciendo ellas lujosisimos disfraces, pero sin ostentar sus mejores joyas a fin de que no sirveran para identificarles.
Levantado hasta la altura del escenario, que era muy profundo, el piso del lunetario, formabase a nivel un bastisimo salón, en cuyo fondo se alineaba la orquesta. Hasta las tres de la madrugada todo transcurria comedidamente. Después…, después el delirio orgiastico, presidido con la ebriedad.
Concurrrí al ultimo de aquellos bailes en el Real . Los que posteriormente dio dicha asociación en el teatro de la Zarzuela perdiendo toda la brillanted por carecr la sala de suficiencia y suntuosidad. Aquelloa noche y mientras la noche hallabase en su apogeo, se me acercó colvulso el inspector de policia antes mencionando, preguntandome:
– ¿ Ha visto usted por ahi a su Majestad el Rey?
– ¿Yo?- pregunte extrañadisimo.
– He recibido la confidencia – me explicó, el celoso funcionario, mientras miraba nerviosamente a todas partes– de que su Majestad, el marqués de Viana, y otros amigos suyos han salido de palacio disfrazados para venir al baile, pero el confidente no supo decirme en que forma se ha disfrazado Su Majestad ¿Como descubrirle entre esta muchedumbre ataviada del mil maneras y con rostro cubierto? Ando loco buscandole y no le encuentro. ¡ Figurese usted si le ocurre alguna desgracia¡ ¡ Qu responsabilida la mia¡
Y continuó desolado su recorrido, fijandose principalmente en las mascaras de talla alta. Por su gusto, las hubiera arrancado a todas ellas el antifaz hasta dar con la cara angulosa del monarca. Pero si merced a tamaña violencia acertaba a descubrirle ¿no incurriría en delito de lesa majestad? Por lo menos le dejarían cesante. Vi pasar junto a mi varias veces al jadeante inspector. ¡Nada, no lograba nada¡ Y la fiesta había comenzado a tomar aires de zurriburri. Sin duda, Don Alfonso se había escabullido ya.
A mi me causaba gran molestia uno de los zapatos. Llegue a casa en esa hora intermedia en que se han marchado lo serenos, guardianes de las llaves, y en que todavía no han abierto las porteras. La solución era aguardar y aguarde sentado en un banco de la calle, donde me quite el zapato, encontrando el calcetín ensangrentado. Perforandolo, una arruga del charol, como si fuese hoja de afeitar, me había herido el pie. Con el zapato en la mano, seguí esperando hasta que apareció la portera y pude tomar el ascensor.
Epilogo ruinoso
El año 1925 hubo que clausurar el teatro Real, pues amenazaba ruina al cabo de tres cuartos de siglo existencia. Parece que al construir el ramal de ferrocarril metropolitano que va desde la Puerta del Sol a la Estación del Norte por la vaguada a que pertenecieron los Caños del Peral, resistieronse los cimientos. Proyectose allí mismo un nuevo teatro, que todavía no se ha levantado. En el antiguo se arruino completamente José Amezola.
Había sobrevivido la dictadura de Primo de Rivera y este protegía a dos amigo argentinos- Jardón y Linaje- ambos consejeros del Banco Español del Rio de la Plata y compinches suyos en juergas nocturnas que solian verificarse en una casa de la plaza de Oriente. ¡ Dichosa plaza¡ Primeramente, concediendoles la contrata del nuevo ministerio de Marina, en el Paseo del Prado, y luego les arreglo el arrendamiento de la plaza de toros de Las Ventas, en cuya empresa debe todavía figurar un descendiente de Jardón.
¿Y la palabra que diera Alfonso XIII a Pepe Amezola para compensarle de sus cuantiosas perdidas en el teatro Real? Pues quedó en palabra. En palabra de rey, tan vana como las que solemnemente pronunció el 17 de mayo de 1902 don Alfonso XIII para jurar fidelidad a la Constitución.
[1]Indalecio Prieto. Estampas madrileñas. El Socialista, 9 de febrero de 1961.