Toreros absolutistas y liberales
En el siglo dieciocho se comenzó a reglamentar las corridas de reses bravas. Sevilla se convirtió en la cuna de una inagotable cantera de estoqueadores, y su matadero en la “universidad” a la que asistían una escogida selección de aspirantes a la cátedra taurina.
En esta época se convirtió en un acontecimiento sobresaliente la puesta en funcionamiento de la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla (1830-1834); proyecto impulsado por Fernando VII, con la inestimable colaboración del Antolín de Cuellar y Beladiez, Conde de la Estrella. Entre sus principales mentores se encontraba: Pedro Romero y Jerónimo José Cándido Expósito, quienes designaron segundo espada a Antonio Ruiz Sombrerero, en reconocimiento a su demostrada fidelidad realista. Aunque el duque de Medinaceli pronto etiquetó a Cándido de “negro” o liberal. Estos mismos años se suspendió la Constitución de 1812. De manera que los partidarios de la causa liberal tuvieron que escoger entre el exilio o la prisión, mientras esperaban a que finalizase el reinado de Isabel II y a que el gobierno liberal promulgase una nueva Constitución.
Coincidiendo con el reinado de Fernando VII, Sombrerero se convirtió en un furibundo partidario absolutista, mientras que sus principales oponentes en los ruedos, Juan León López Leoncillo y Roque Miranda Conde Rigores, no ocultaban sus simpatías pro liberales. El enfrentamiento entre los seguidores de ambas ideologías estalló en la Real Maestranza sevillana, una tarde que cada uno de los matadores realizó un alarde público de sentimientos contrapuestos. Pues, por un lado, Juan León realizó el paseíllo vestido íntegramente de negro, de luto,-color que definía a los militantes liberales. Mientras que, Antonio Ruiz efectuó idéntico itinerario, enfundado en un terno de color blanco con bordados plateados del mismo color, tonalidad de claro significado realista. La provocativa puesta en escena de cada uno los lidiadores originó un gran tumulto entre sus respectivos partidarios, que hizo perentoria la intervención de las fuerzas de orden público, para calmar los ánimos de los espectadores más exaltados.
En esta época, cada uno de los gestos que exhibían los matadores, cuando pisaban el albero, tenía su conveniente lectura política. Por ejemplo, era obvio que los toreros se afeitasen a conciencia antes de enfundarse la taleguilla de seda, salvo durante la I Guerra Carlista (1833-1840), en referencia tomada de Adrián Schubert:[i]
“cuando los barberos dibujaban en la cara verdaderos programas políticos, algunos toreros se dejaron bigote, a fin de hacer publica ostentación de sus ideas liberales”,
Antonio Fernández Casado
Este articulo forma parte del primer capitulo del libro de próxima aparición, ‘Garapullos por Máuseres’ (Las corridas de los toros en la Guerra Civil, 1936-1939), que publicará Editorial La Cátedra Taurina.
[i] Adrián Shubert. A las cinco de la tarde. Turner. Madrid, 1999.